
Cada año me pasa lo mismo. En estos días de reflexión sobre el fin de las vacaciones siempre acabo pensando en el abanico de posibilidades que me ofrece el mundo de las enfermedades para justificar una baja laboral y perpetuar las vacaciones sine die: caspa, traumatismo al cortar pan, agujetas por levantamiento de quintos, exceso de sudoración, ausencia de raciocinio empíricamente demostrable, melancolía crónica por encerrarme en un esquema laboral incompatible con mi organismo... Todas ellas tendrían que ser opciones tan dignas como una fractura de peroné. Pero poco después decido tomar conciencia de lo que me espera el resto del año. Dejo mi mente en blanco, presiono los chakras corporales adecuados, respiro con fuerza y en ese momento de contacto íntimo con Kundun exhalo: !!!HOS**A P**A YA!!! ¡¡¡NO QUIERO VOLVER!!! ¡¡¡MAMÁÁÁÁÁ!!!
En un primer momento, intento progresivamente ir renunciando a la vigilia. Me rindo a la dinámica de sueño de la mayoría de la población y trato de meterme en el sobre no más allá de las 3. De hecho, fiel a mis principios prometo por lo más sagrado que conozco (mi propio descanso), que no volveré a madrugar sin necesidad.
Estos días, acosado por la soledad que siento por las mañanas, un único pensamiento recorre mi cerebro: ¿dónde están los demás? ¿Cómo puede existir una convocatoria humana tan poderosa como el trabajo? ¿Dónde está mi croissant y mi diario? ¿Por qué no juega Henry?
A causa de todas estas preguntas sin respuesta mi débil armadura ácrata se desmorona. Claudico y caigo en las garras de una de las mayores aberraciones que pueden asolar la virtud del vago: asumir que vuelves a trabajar.
Alguien debe levantar este país.
Por desgracia, yo no puedo participar en esta maravillosa misión histórica, ya que si no puedo levantar mi propio cuerpo cada mañana, menos aún un país. Aunque eso sí, muestro entusiasmo por el proyecto y animo a los demás a que no cejen en el empeño de construir un mundo mejor.
Ahora, disculpadme, pero no me encuentro del todo bien.